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Javier Casanueva

JAVIER CASANUEVA PIÑEIRO

 

Empresario y hombre de cultura nacido en Santander y perteneciente a una familia muy señalada en los ámbitos empresarial y musical de la ciudad. Prolífico articulista, es además, el responsable de la sección de artes plásticas de la junta de gobierno del Ateneo de Santander, institución a la que lleva vinculado en tareas directivas muchos años.

 

Atardecer en el Monte

Con el título Atardecer en el monte conserva el Museo de Bellas Artes de Santander un óleo de pequeño tamaño pintado por Agustín de Riancho hacia 1915. Tenía entonces el pintor 74 años y estaba pintando los cuadros mejores de su vida. Se trata de un paisaje vertical pintado sobre una tabla de 28x21 centímetros, en la que pueden verse un majestuoso roble en el esplendor de su belleza y unas cuantas ovejas que pastan tranquilamente bajo sus frondosas ramas.

Hace no pocos años (alguno de ustedes quizá lo recuerde) se corrió por Santander la noticia de que faltaban cosas del museo. Vamos, que se habían producido algunos robos.

Por aquellos días vine de visita al museo y al no encontrar en la sección dedicada al pintor de Entrambasmestas el cuadro al que me vengo refiriendo, pensé inmediatamente en él como una de las piezas expoliadas. Me gusta tanto que me parece puede aplicársele con toda justicia la conocida frase: “como para robarlo”.

Afortunadamente no había sido así (según me contaron después) sino que era también muy del gusto del alcalde, quien lo tenía decorando alguna de las paredes de su despacho. Debido a esas circunstancias, durante los últimos años no he podido ver dicho cuadro, así que cuando Juan Antonio González Fuentes y Salvador Carretero me telefonearon invitándome a participar en una de estas “alucinaciones sobre un cuadro del museo” me dije que de ninguna manera podía desaprovechar la oportunidad que me brindaban para contemplarlo de nuevo.

En este museo en el que nos encontramos hay, por supuesto, muchos cuadros (tanto de Riancho como de otros pintores) más importantes y valiosos que el que yo he elegido.

Lo sé. Pero, déjenme, sin embargo, que les haga una reflexión sobre los pequeños cuadros de Riancho. En mi opinión, el formato de reducidas dimensiones, es el que mejor se adapta al gusto del pintor y en el que generalmente consigue sus mejores aciertos. El tamaño grande, cuando lo aborda, las más de las veces se trata de encargos o de otras circunstancias impuestas. Don Agustín, se encuentra feliz pintando paisajes como el que hoy comentamos y esa dicha que él experimenta sabe transmitírnosla con una eficacia sorprendente. Muchas veces he pensado que a Riancho le sucede como a Chopin con sus breves y profundos pensamientos musicales. Fue incapaz de realizar una ópera nacional polaca (como su maestro le solicitó) pero compuso unas series de preludios, valses, mazurcas, estudios o nocturnos que desde entonces vienen sirviendo de gozo, de compañía y consuelo, a millones y millones de personas en todo el mundo que disfrutamos sin cansancio de su música inigualable.

Dijo Oscar Wilde (hablando con unos amigos en París) que “hay cosas en el mundo como, por ejemplo, los Nocturnos de Chopin que pueden repetirse siempre sin repetición, el genio del artista vela por ello impidiendo que se realicen plenamente”.

Pues algo así sucede, creo yo, con estos pequeños cuadros de Riancho, que podemos mirar y remirar cuantas veces queramos, sin que su contemplación nos produzca la más leve sensación de fatiga o hastío.

Otra circunstancia, con toda probabilidad, ha debido influirme a pensar en Riancho y en este cuadro para mi colaboración de hoy. Lo conté en el verano de 1997 con motivo de la estupenda exposición que entonces pudo verse de su obra, organizada en este Museo de Bellas Artes de Santander y comisariada, conjuntamente, por su director Salvador Carretero Rebés y Diego Bedia Casanueva, quienes dedicaron dos años a investigar y recoger datos nuevos sobre el pintor, incluyendo en el catálogo de la misma la colección completa de cartas cruzadas entre Agustín de Riancho y su ilustre antecesor don José Cabrero y Mons.

Me referí entonces al hecho de que desde niño estuve en contacto con tres pequeños cuadros de Riancho que mis padres tenían en su casa, heredados de mis abuelos maternos Modesto Piñeiro Bezanilla y Gertrudis Riquelme. Ellos, seguramente, los adquirieron en alguna tienda de la calle San Francisco, que, como es sabido, Riancho solía utilizar para realizar sus ventas.

En los años de mi adolescencia tuve cierta vocación plástica y ella me llevó a copiar estos cuadros de Riancho (uno titulado De pesca en el río de 1899, otro Tordehumos del mismo año y un tercero Alceda de 1908) más otros dos propiedad de mi tía abuela, Marina Piñeiro, Patache (1890) y Pastor de ovejas (1891), en bastantes ocasiones. Unas veces los copiaba a igual tamaño y otras a tamaño bastante mayor. En el despacho de abogado de mi hermano Eduardo, continúa colgada una copia de las que hablo, concretamente del paisaje de Tordehumos, que pinté sobre un tablero contrachapado que mide dos metros de ancho por uno de alto.

El padre de Agustín Riancho, presionado por la irresistible vocación de su hijo, le trajo a Santander con 15 años, donde consiguió que lo protegiese el impresor José María Martínez, el cual arregló las cosas para que dos años después pudiera matricularse en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, donde tuvo la suerte de contar con un maestro de la talla de Carlos Haes. Más tarde, pensionado por la Diputación de Santander, se trasladó a Amberes estudiando en el taller de Francisco Lamorinière. A los 26 años empezó a vivir, como pintor independiente, de la venta de sus cuadros en la ciudad de Bruselas. Un día conoce en una exposición algunos paisajes de Corot y, muchos años después confesará, que la contemplación de aquellos cuadros le había enseñado más que todas las lecciones anteriormente recibidas.

En esos años, un enigmático marchante inglés de Kensington Garden (al que indudablemente debía gustarle mucho la obra de Riancho) traba relación con nuestro pintor, concertando enviarle cierta cantidad de dinero todos los meses a cambio de algunos de sus paisajes.

En la ya muy lejana época de revalorización económica de la obra de Riancho, hubo unos cuantos que pretendieron encontrar aquellos cuadros que debían andar por Londres o sus alrededores, y uno de los que investigó este tema fue mi querido amigo Ángel Escarzaga, quien me contó que, después de mucho mirar, hablando con un galerista al que había referido el caso, le dijo: “Mire, señor Escarzaga, no busque usted más porque por todo lo que me ha dicho, es muy, muy probable que aquél marchante haya cambiado la firma de los cuadros que recibía”.

En 1883, con 42 años a la espalda, Riancho vuelve a Santander y, poco después, se traslada a Valladolid, donde permaneció pintando durante cinco años. Más tarde, seguramente sintiéndose fracasado, regresa a Entrambasmestas para vivir de nuevo con sus familiares. Naturalmente él sigue pintando y viene de vez en cuando a Santander para exhibir sus paisajes en los escaparates de las tiendas, o bien organiza rifas vendiendo las papeletas de casa en casa.

Pero, pintando sin descanso, en plena soledad, empieza a producirse una evolución en su pintura que no cesa de mejorar año tras año. A finales del siglo X1X y comienzos del XX su técnica y sobre todo su manera de entender el paisaje da un giro sorprendente que no pasa desapercibido en los ambientes ilustrados de la ciudad. El 30 de octubre de 1908, el alcalde Luis Martínez solicita a Riancho un cuadro suyo para que forme parte del nuevo Museo municipal, y Riancho, agradecido, se apresura a satisfacer esa demanda, comunicándole por carta en enero del año siguiente que tiene terminado “uno de los cuadros en que mayor trabajo y mayor atención he puesto, y en el que he procurado reproducir algo del hermoso paisaje montañés”. Se refiere obviamente a La cajigona, que desde entonces adorna las paredes de este Museo en el que nos encontramos. En ésa misma carta añade:

“Al entregar a V. este modesto trabajo mío complázcame muchísimo en que vaya a ocupar un lugar entre las obras de los más distinguidos e inspirados pintores montañeses, pues ello es para mi una honra que cumplidamente me satisface y que trae una alegría a mi penosa y difícil carrera artística”.

Para Agustín Riancho fue una suerte el que en 1914 se fundara el Ateneo de Santander, donde podrá finalmente exponer sus cuadros con dignidad y donde encontrará un grupo de personas que le aprecian y comprenden. José Cabrero, Gabriel Pombo, Estanislao Abarca, José Mª Pereda, Daniel Alegre, son algunos nombres que afloran en su correspondencia con claras muestras de estima y consideración.

En 1922 organiza en el Ateneo de Santander una exposición con un enorme éxito y vende todos los cuadros que presenta. Se ha tenido que hacer casi octogenario y dar un vuelco a su pintura hasta convertirse en un expresionista muy personal para que sus paisanos le admiren de verdad.

Al final de una carta fechada en 1927 y dirigida a José Cabrero, dice: “El cuadro para el Ateneo está terminado; mas como estoy aún delicado de salud, por ahora no iré a Santander”. En esta ocasión se trata del famoso El robledal, que es una de las piezas más importantes de la colección del Ateneo.

Un año antes de su fallecimiento, en 1928, alcanzó a vivir un homenaje que le dedicaron en Santillana del Mar, presidido por el Conde de Güell y la archiduquesa Margarita de Austria, que vino a ser o representar una especie de desagravio a su “penosa y difícil carrera artística” como él mismo había escrito y reconocido. Al año siguiente, en 1929, moría Agustín Riancho en el pueblo de Ontaneda. Lo que nada ni nadie pudo arrebatar a Riancho es esa felicidad de pintar que le acompañó durante su larga vida y que resulta especialmente elocuente en este pequeño gran cuadro Atardecer en el monte que tenemos ahora ante nuestros alucinados ojos.