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Fernando Vierna García

FERNANDO VIERNA GARCÍA

(Santander, 1957)

 

Investigador y escritor. Miembro del Centro de Estudios Montañeses, ha publico artículos de índole histórica en publicaciones como la revista Altamira, la revista Folklore o elBoletín de la Sociedad Menéndez Pelayo. Su área temática de investigación es la historia de la cultura en la Cantabria contemporánea. Es autor de la biografía Elías Ortiz de la Torre, su presencia en la vida cultural santanderina, y es el editor de la colección Exordio.

 

Santander desde la calle Alta

Quiero comenzar mis palabras evocando unos versos de la obra que ha inspirado estos ciclos. Pertenecen a la primera estrofa del poema Teoría, comienzo a su vez del Libro de las alucinaciones, y dicen así:

 

Un instante vacío

de acción puede poblarse solamente

de nostalgia o de vino.

 

Constituyen el inicio de un volumen que ha sido definido como un canto a la memoria, al recuerdo entendido como visión real de una perspectiva interior. Y algo así es lo que pretendo hacer esta tarde a partir del cuadro  Santander desde el Alta : recrear la imagen que tengo de aquel Santander que no conocí, a partir de la vista que se nos ofrece en este cuadro y basándome en algunas lecturas y recuerdos ajenos.

Al autor, Gerardo de Alvear, lo calificó el periodista Manuel de Val como el “Sorolla del Norte”. Posteriormente Luis Alberto Salcines, en una semblanza publicada hace casi veinte años, lo denominaba “el pintor de la bahía”. Son diferentes formas de expresar brevemente la principal cualidad de este artista, apelativos que reflejan la clara influencia que la luz y el color de nuestra bahía han tenido en su obra. De hecho, Gerardo de Alvear es, sin duda, su primer retratista del siglo XX. El iniciador de una senda artística por la que han discurrido posteriormente nombres como los de Gloria Torner, Eduardo Sanz, José Gómez, Goitia Arbe, y tantos otros.

El lienzo fue presentado al público por primera vez en la exposición que tuvo lugar en el Ateneo de Santander en febrero de 1929. Víctor de la Serna lo consideró entonces premonitoriamente “cuadro para un museo”, calificación a la que el tiempo ha dado validez, ya que, aunque habitualmente no se encuentra colgado en las paredes de este Museo Municipal de Bellas Artes, sí figura, en cambio, en el rico fondo que se conserva alejado de la mirada de sus visitantes.

La elección de este cuadro obedece a una sola causa, la invitación que nos hace la imagen representada ?esa vista casi aérea de la ciudad? a recorrer sus calles: la estampa de conjunto que nos brinda, en la que destacan algunos de los más importantes edificios, un segundo plano en el que figura la bahía y al fondo el agreste relieve de montañas que la resguardan por el sur. Un paisaje amplio, diverso, y sin embargo vacío de acción, sin personajes que lo pueblen. En realidad, el autor nos presenta en este cuadro tan sólo un escenario en el que el espectador puede situar a los personajes y crear la escena que elabore con su imaginación.

La extraña construcción gramatical del título  Santander desde el Alta , en el que hay una falta de concordancia entre el artículo masculino y el adjetivo femenino, llama la atención de quienes no están habituados a la nomenclatura tradicional del callejero santanderino. La causa hay que buscarla en la antigua denominación de Paseo del Alta que tuvo la avenida que se extiende desde Pronillo hasta el alto de Miranda. Un nombre caído en desuso en la actualidad, pero que estuvo vigente durante más de un siglo, desde que las necesidades defensivas de la ciudad, en las postrimerías del siglo XVIII, hicieron necesaria su organización por parte de las autoridades militares, hasta el año 1905, en que se dedicó a la memoria de don Francisco Sánchez de Porrúa. Sin embargo, como sucede a menudo, la nueva denominación oficial no desterró de la memoria de los santanderinos el nombre que habían utilizado durante más de cien años para referirse a esta larga avenida, a la que los tiempos de paz habían transformado en espacio de convivencia entre las residencias veraniegas de las familias más acomodadas y las granjas, de las que hasta no hace muchos años salían cada mañana las ollas de leche que abastecían los domicilios santanderinos.

Al contemplar el cuadro, la mirada se desliza por la ladera de tejados que bajan hacia el centro de la ciudad y se pueden presentir los caminos que descienden entre las casas que asoman. Se trata de un paisaje que nos permite soñar, alucinar, con el momento en que fue pintado, el final de la tercera década del siglo XX, y seguir así un recorrido por las calles que entonces formaban la ciudad.

Iniciamos, pues, esta ensoñación, este rápido viaje al pasado urbano de Santander, desde las revueltas que dibujan la Vía Cornelia, denominada así en memoria de un alcalde de la ciudad, Cornelio de Escalante, que abrió esta rampa hacia el Alta a través de su propia finca. Descendemos entre algunas casas y pequeñas industrias hasta alcanzar la calle Cervantes, que conserva el mismo aspecto de hace siglos, el que le proporcionan algunos mesones y antiguas cuadras, así como unos talleres de guarnicionería y otras artesanías. Llegamos después a la Plaza de la Leña, que, a nuestra izquierda, más que plaza semeja una corta calle, pero que heredó el nombre de la que posteriormente fue denominada Plaza de la Esperanza, dedicada en tiempos al mercadeo de las maderas que calentaban los hogares de los santanderinos.

Continuando por Cervantes abajo alcanzamos el cruce con la calle Concordia, un punto de la ciudad en la que habita un hervidero de personajes diversos: profesionales, comerciantes, artesanos o sencillos campesinos, junto a algunos pescadores y gentes de la mar que pueblan, con el padre Apolinar ?que vivió y murió en el edificio de la esquina? las novelas santanderinas de Pereda. Siguiendo unos metros por la calle Cervantes llegamos a la intersección con la del Rubio, que nos tienta con la Biblioteca de Marcelino Menéndez Pelayo y el Museo y Biblioteca Municipales, obras arquitectónicas de Leonardo Rucabado, que albergan contenidos del sabio polígrafo y otros mecenas que, con sus aportaciones, hicieron posible la creación de estas dos instituciones que están llamadas a ser pilares de la vida cultural de la ciudad. Sin embargo, estos rincones se escapan a la perspectiva que nos ofrece Alvear y debemos, por tanto, seguir nuestro camino para alcanzar la acera del Correo, llamada ahora Amós de Escalante, porque en el número 2 de la misma, nació, vivió y murió el autor de Costas y Montañas. Para dirigirnos hasta la monumental esquina del Ayuntamiento que se asoma al cuadro, debemos recorrer toda la calle, lo que nos obliga a pasar junto a los escaparates de los comercios establecidos en ella, entre los que destaca la entrada acristalada a la Librería Moderna, de Benigno Díaz, que se ha convertido en el negocio más próspero de cuantos hay actualmente en la ciudad dedicados al mundo del libro, ampliando la antigua actividad comercial del establecimiento a otras tareas relacionadas con ella, como las de imprenta, edición o distribución bibliográfíca.

El palacio municipal, que se encuentra en la plaza Pi y Margall, es obra del arquitecto madrileño Julio Martínez Zapata, pero se trata sólo de la mitad del proyecto, mientras no se proceda a la demolición del inmediato convento de San Francisco, edificación que ha sido definida hace poco tiempo por el arquitecto Elías Ortiz de la Torre, como “oscura y poco grata mole”. La nueva Casa Consistorial, a pesar de ser un edificio construido “a medias”, ha albergado en su interior hasta hace un par de años, junto a la Alcaldía y demás oficinas administrativas, el Museo y la Biblioteca Municipal, con unos fondos que superaban ya los 30.000 volúmenes.

Siguiendo la fachada del Ayuntamiento y la del antiguo convento que tantos servicios ha dado a la ciudad desde que se vio afectado por la desamortización de Mendizábal, alcanzamos la calle San Francisco. Hace tiempo ya que esta vía se convirtió en “paseo de invierno”, lugar que a cualquier hora de la mañana o de la tarde parece un salón de recepciones por lo concurrido que está. Es una calle en forma curvada que alberga un comercio moderno y variado, cuenta con algunas de las más afamadas casas de tejidos, como los grandes almacenes Las tres BBB, de Jaime Ribalaygua; establecimientos de ferretería y quincalla, entre los que podemos mencionar al de Ubierna y Fernández; sombrererías, artesanías y los más diversos comercios que se puedan imaginar.

Comenzaba esta calle en una plaza, la de Pí y Margall, y concluye en otra, la de la Constitución, conocida popularmente como Plaza Vieja. Se trata del antiguo centro de la ciudad, donde se estableció hace siglos la primera Casa del Concejo. Un edificio que ha sufrido varias modificaciones a lo largo de los años, pero que conservó siempre su condición de Casa Consistorial, hasta que en 1907 las oficinas municipales fueron trasladadas al nuevo palacio. El viejo edificio fue ocupado entonces por el Ministerio de Gracia y Justicia que lo dedica en la actualidad a sede de la Audiencia santanderina. Completan este antiguo centro urbano la casa de la familia Riva-Herrera, del siglo XVII, con su  puerta de medio punto, escudo en la esquina y balcón en ángulo; y enfrente, la iglesia construida en la misma época por la Compañía de Jesús. En siglos pasados fue esta plaza sede de espectáculos populares, lugar en el que se celebraban corridas de toros y representaciones teatrales durante las fiestas de San Matías y del Corpus. Las casas comerciales más significativas han tenido en algún momento su sede en ella; de entre las aquí establecidas hay que mencionar especialmente a la farmacia de Ruiz Zorrilla, que habrá de pasar a la historia por albergar en la rebotica una de las tertulias más conocidas de la ciudad, la de los mauristas, que al cobijo de sus paredes organizaban estrategias políticas, planeaban tácticas y cerraban acuerdos. La antigua plaza continúa siendo actualmente centro neurálgico de información por las noticias que vocean las populares vendedoras de los periódicos y los rumores que corren de boca en boca, al abrigo de sus rincones.

Dejando atrás la Plaza Vieja, entramos en la calle de la Blanca, que comparte con la de San Francisco su función de calle comercial por excelencia. Igualmente vedada al tráfico rodado, es, del mismo modo, un torrente continuo de gente que puede contemplar en los escaparates las novedades de la moda que llega, como las que exhiben la zapatería de Ramos o la guantería de Sánchez. Podemos observar también los retratos realizados por alguno de los principales fotógrafos de la ciudad que tienen su estudio en esta calle o descubrir las últimas creaciones de los artistas en ciernes, que utilizan las cristaleras de los comercios como primera exposición pública de su obra. Concluimos nuestro deambular por la calle de la Blanca subiendo la rampa que nos lleva a la Plaza del Príncipe, que constituye un espacio abierto detrás de la Aduana, un rincón tranquilo de la ciudad donde se encuentra el edificio construido el pasado siglo por dos socios unidos por vínculos de sangre, Revilla y Huidobro, que ha llegado hasta nuestros días siendo habitado por descendientes de aquellas familias, uno de los cuales es el escritor Eduardo de Huidobro, gerente de “La Propaganda Católica” y colaborador habitual de  la prensa. Se asoma también a esta plaza el Ateneo Popular desde la corrida galería que ilumina su sede, a la que se accede desde la calle Lepanto.

Salimos de la Plaza del Príncipe por el estrecho paso que queda junto al edificio de la Aduana y alcanzamos la calle Ribera, cuyo nombre recuerda lo que hace unos años era circunstancia geográfica, la línea donde se establecía el límite entre la ciudad y el mar. Nos encontramos en la zona donde los principales protagonistas de la aventura ultramarina construyeron, a lo largo del siglo XIX, las edificaciones en las que establecieron su residencia, en contacto directo con la mar por la que obtenían considerables beneficios. Una parte importante de sus habitantes son, todavía, las familias de los consignatarios y propietarios de las principales embarcaciones que tienen su matricula en este puerto. Es numeroso y variopinto el comercio de los locales de esta calle, de entre los que mencionamos la imprenta y papelería Viuda. de Fons, con más de cincuenta años de historia, y la ferretería de Fermín Sánchez, cuyo propietario firma en la prensa sus crónicas deportivas como “Pepe Montaña”, uno de los más conocidos y queridos periodistas de esta ciudad.

 Desde la calle Ribera accedemos a la Avenida de Alfonso XIII, ambiciosa denominación para tramo no muy largo que poco después de su creación, por relleno de la Dársena Grande, recibió popularmente el nombre de Avenida de las farolas, por las cuatro monumentales que en ella se instalaron. Se trata de una avenida sin comercio, ni vecinos, flanqueada sólo por el oeste, donde se hallan los edificios de Correos y Banco de España. Al fondo se encontraba la estación del ferrocarril del Norte, protagonista de la más decisiva participación de los vecinos de Santander en materia de urbanismo al producirse, en una mañana del mes de abril de 1902, la manifestación popular que terminó con el incendio de dicha estación.

Hemos llegado así hasta el borde mismo del mar, lugar desde donde podemos contemplar las montañas que rodean la bahía santanderina, entre las que se identifican fácilmente la Peña Cabarga y el Pico Solares; y desde el que podemos ver, en los días fríos y claros de invierno, las cumbres de los Picos de Europa.

Concluye así este viaje nostálgico al pasado de la ciudad de Santander. Este paseo en el que hemos sido guiados por el pincel de Gerardo de Alvear. Un recorrido que nos ha acercado hasta la orilla del mar, donde el dibujo se va desfigurando levemente para plasmar la luz del atardecer y mostrar en el lienzo la espléndida imagen de la bahía santanderina.