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El Museo del Prado en el MAS

“El arte que conecta”, el Museo del Prado y Telefónica acercan las colecciones del Prado a toda la geografía española Este proyecto…

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Presentación libro "MAScolecciones2021. Catálogo sistemático"

Viernes 24 de noviembre de 2023

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Día Internacional de los Museos 2023

Jueves, 18 de mayo

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Presentación libro "MAScolecciones2021. estudios y Reflexiones"

Viernes 19 de mayo a las 19.00h

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Fernanado Zamanillo, socio de honor de "amigosMAS"

La Asociación amigosMAS ha decidido nombrar como primer Socio de Honor a Fernando Zamanillo. Será el próximo viernes 25 de noviembre…

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Proyecto Museológico y Museográfico

Documento de trabajo del MAS que desde mediados de los noventa del siglo XX se desarrolla y actualiza de acuerdo a los nuevos contextos.

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El MAS restaura toda su colección de estampas de Goya

Las 97 estampas propiedad del MAS, pertenecientes a 4 series diferentes, han sido restauradas en los últimos meses.

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Maribel Fernández Garrido

MARIBEL FERNÁNDEZ GARRIDO

(Santander, 1976)

 

Poeta. Licenciada en Geografía e Historia por la Universidad de Cantabria. Es premio José Hierro en las modalidades de poesía (1999) y relato (2005), así como premio de poesía Consejo Social de la Universidad de Cantabria (1998). Es autora de los poemarios Qué se puede contar en una noche en vela cuando se terminan las ovejas (1998), Luz de gálibo (1999), Ferramarealia (2002) y La áspera lengua del jaguar (2002). Está incluida en diversas antologías, entre ellas Voces poéticas de Cantabria (2005).

 

Las antípodas de la luz (La luz que se apaga)

 

Cuando la luz se apaga se desatan los sueños. Yo soñé con un cuadro; mejor dicho, soñé desde un cuadro. Me sepulté en sus esquinas, y las múltiples perspectivas que me fueron reveladas se me posaron enfrente como palomas graves, mirándome con sus ojos opacos. Serenamente alucinados.

 

No me hablaron del pintor, ni de su pulso alquimista. Lentamente, rezumando una salmodia cromática (o diatónica) me contaron su historia. Pero no fue una única historia, sino que allí, coaguladas en el glacial instante detenido, florecieron muchas vidas, muchos tiempos unidos por la feroz fracción de segundo de ese destello, de ese tránsito.  

 

Y alucinando en plena fase REM, soñé que de mi mano fluía el relato del momento en que todos ellos (final y comienzo; muerte y nacimiento; alba y ocaso; explosión y transición) se fundieron en un solo parpadeo.

 

 

I. Hombre y mujer: ILUMINACIÓN

 

Ella decidió perderse en la soledad de la noche pretendiendo encontrar la compañía. Él la miró alejarse, sabedor de que debía procesar su señal en negativo. Lo blanco era negro y viceversa. El negro de la noche recubría sus pasos, y hubo de apresurarse para no perderla entre la niebla del jardín. Un soplo de cierzo y pudo adivinar la carne de los pálidos hombros erizándose de frío. La vista se perdía en el crujir de la noche.

 

Ella había lanzado un dardo cristalizado, un caramelo que sólo había de perder filo bajo su saliva. Él lo sabía y apremió a sus pies, que la siguieron, aun deseando escaparse como inocentes niños acobardados.

 

La encontró sentada en el borde de una fuente. Ella le dirigió una mirada sin rastro de sorpresa. ¿Quizás adivinar una sonrisa? Se apoyaba de medio lado en la piedra. De medio lado, así flotaba entre la hierba el anzuelo de su permiso. Él tampoco pronunció palabra.

 

Ella era blanca, bañada por una luna veloz en retirada. Él la miraba quieto, velado por el duelo de las sombras. Esta es la historia de un hombre y una mujer enamorándose, dos piezas de ajedrez rivales, claridad y oscuridad, una lucha de segundos derritiéndose bajo el cuerpo caliente del último astro de la noche.

 

Mientras la noche se inclinaba, vencida, el día se erguía, incrédulo. Los dedos se tocaron, se acercaron las frentes; y en los últimos segundos, entre ellos sólo quedó el espacio de un aliento […]

 

 

II. Mujer: COLOR

 

Ella había conocido la apoteosis de los amaneceres, la serena torpeza de las palabras sentidas en el éxtasis de la adoración. Ella había vivido, tropezado y desafinado canciones, alimentado pequeñas bestias interiores y arrancado una y otra vez la insidiosa maleza de entre sus dientes. La blandura de los días sin rumbo imprimía un nuevo hálito a sus pupilas, se ensanchaban las frágiles aletas de su nariz y toda ella se adentraba desplegada como una gavia en la aventura de cada nuevo ocaso.

 

Hasta que llegaron aquellos días inciertos en que el aire se convirtió en un bronce espeso que anegó sus gestos como si fueran un molde dispuesto para ello.

 

Esta es la historia de una mujer que un día hubo de pedir ayuda; pero no le gustó ni el eco de su grito, ni el de las sirenas de los buenos, que acudieron al rescate. Esta mujer era de un color cálido, y ella lo sabía. Así que se buscó dentro, muy adentro, porque toda ruptura bien entendida puede ser un tránsito. Y mientras todo se quebraba supo adivinar un puente, supo que el mañana era un camino empezado de ladrillos, supo que podía completarlo, piedra junto a piedra, y se dispuso a fluir por su nuevo corazón embaldosado […]

 

 

III. Madre: FORMA

 

En la sábana se almendra una curva palpitante. Es una carga voladora, un peso ambicionado, pero el dolor… el dolor es de veras. Este dolor es el vagón de una montaña rusa a la que se sube extasiado porque queda a pie de calle, donde no se imaginan las alturas y el largo despeñarse. Pero junto al dolor también hay vida. Tiemblan las piernas que se tensan y rezuman líquidos de génesis.

 

Mientras, ahí dentro, también se retuercen formas que imaginan el mundo a través de levísimos trasluces, quizás incluso suaves melodías transmitidas por unos auriculares que abrazaron la barriga de la (pronto) madre.

 

Esta es la historia de un ser humano que será, del final de su universo amniótico que lo avanza, destemplado, hacia una luz demasiado penetrante para alguien que sólo conoce la intemporalidad del limbo. Pero llega el último empuje. Ya llega, desde dentro […]

 

 

IV. Niños: TEXTURA

 

Ni siquiera existe el momento en que los dos niños deciden valorar la posibilidad de ser compañeros de juegos. Simplemente se observan con ojos dilatados de inocencia y comienza el sutil intercambio: primero una palabra, después unas canicas que encierran volutas de colores y despiden brillos oleosos, más tarde uno propone una historia, que es un juego (“y tú eres el sheriff, yo el ladrón de bancos, ¿vale que me persigues por el desfiladero?”).

 

El “desfiladero” es un campo perfumado que se inclina a las afueras del pueblo. Los niños son seres suaves como alas que se burlan de toda gravedad. Y ruedan por la hierba pisadas infantiles y ecos fríos de la tarde que se extingue. Sin duda hoy no imaginan que una tarde cualquiera como ésta, que será en breve un suspiro olvidado, es el comienzo de una amistad que durará años; que los verá volver juntos a su casa después del colegio, fumar el primer cigarro compartido a hurtadillas, y vomitar la rabia del primer desengaño; deshojar los días después del trabajo, y ya en el crudo invierno cotidiano, tomar un café juntos de cinco minutos, lejos de la hipoteca, del desorden huérfano del divorciado; sorprenderse hablando de cosas que ocurrieron hace cuarenta años, quejarse de la artrosis… Con ese sentimiento de, en el fondo, no haberse hecho nunca viejos.

 

Esta es la historia de dos niños que juegan a adultos, ignorando lo que les depara el ritmo feroz del calendario. Y olvidan que, rauda, va cayendo la noche, y empezarán a buscarlos sus madres, preocupadas.

 

Una amistad empieza, dos niños pequeños contemplan el ocaso como si nunca antes hubieran conocido prodigio semejante. Y el sol se pone como tantas veces, como un disco cobrizo que termina, pero también que inicia […]

 

 

V. Hombre: TRANSPARENCIA

 

En el reposo del lecho él cuenta los minutos. Hace tiempo que no cuenta las horas, sino los minutos. Empezó contando los días, desde aquella fatídica tarde en que le pronosticaron el tiempo que le quedaba de vida. Pronunciaron una palabra maldita, y en aquel momento el tiempo se detuvo, igual que parece ahora detenido en los minutos que duelen como si fueran horas. 

 

Hace tiempo que contempla la pared sin decir nada, que se le resienten los golpes caídos sobre el espinazo a lo largo de toda una historia, que se le apagan las batallas acumuladas en el fondo de los ojos. Se quedan sin luz aunque palpitan posándose en las caras que lo velan. Al menos no morirá solo.

 

Piensa en la niñez que llegó a adorar como se adora un tesoro perdido que jamás se tuvo. Recuerda los años en que la gallardía peinaba el mechón de su flequillo, que ahora ralea en el cráneo despoblado. Luego el orgullo se quebró bajo el peso del plato de lentejas que había que poner en la mesa cada día. Ahora, en la vejez, guarda el deleite discreto de haber visto a sus hijos besar furtivamente a sus nueras, de haber jugado al bádminton con su nieta pequeña a pesar de los goznes atascados de sus huesos, de haber perdonado a su mujer los excesos de amor que conducen al dominio.

 

Sin embargo, ahora jadea muy suave, asediado por el miedo.

 

Esta es la historia de un hombre que ve huir la luz y se resiste al frío que lo invade. Un hombre consumido que empieza a ser traslúcido y tirita de angustia. Hasta que repara de nuevo en las caras atentas que lo escoltan, que le dan aliento, que se desdibujan en sus ojos truncados, y se dispersan, lentamente, como el dolor que hasta ahora lo abrazaba.

 

Y así, se entrega mansamente a la luz, a la esperanza […]

 

 

Conclusión: LA LUZ QUE SE APAGA

 

A veces los extremos no sólo pueden llegar a tocarse, sino que resultan asombrosamente difíciles de distinguir entre sí. Eso ocurre frente a “La luz que se apaga”. Una frase que habla de oscuridad, de tiniebla creciente, y sin embargo un cuadro incandescente, rojo sobre blanco, detonación de luz cegadora que… ¿se enciende o se apaga?

 

Eso es lo fascinante. Porque, si se toma el tiempo de pensarlo, se cae en la cuenta de cuánto pueden llegar a parecerse final y comienzo, alba y ocaso, amor e indiferencia, dolor y vida, nacimiento y muerte…¿Hasta qué punto el avance inexorable de la muerte es un fin o es un inicio en sí mismo? ¿Podría entenderse el nacimiento, al fin y al cabo, como morir a otro tipo de vida? Dentro del tiempo petrificado de un cuadro, ¿no pueden la explosión y la ruptura ser en realidad un puente, un tránsito? Al fin y al cabo, todas estas cosas representan lo mismo: el cambio.

 

 

 

Una pareja en claroscuro, el instante de un beso es ignición profunda que modifica almas antes solitarias (luz que se apaga). Los momentos que vendrán, cuando los labios se separen, ya no serán iguales. Ahora se derraman lentos como pétalos mojados. La noche se extingue. En torno a ellos amanece una luz que quiebra su ceguera blanca (luz que se enciende).  

 

En otro lugar, en otro tiempo, la tarde agoniza y florecen las sombras. El ocaso gotea en las pupilas de los niños atónitos que detienen sus juegos y sucumben al fuego del poniente (luz que se apaga). Mañana ya no será igual para los nuevos amigos (luz que se enciende). Seguramente, para el sol tampoco volverá a ser lo mismo.

 

La mujer de colores se adentra en su nueva vida. Deja atrás el miedo, la coraza, la lluvia, el temblor de las manos sin apoyo, el vacío de los espejos sin algo de amor para mirarse, el vértigo de un futuro en entredicho, la amenaza de las conversaciones con la boca seca (luz que se apaga). Y va hacia un mañana osado, el de las manos que estrechan con firmeza, el mañana que sonríe a los extraños, y a los niños que sacan la lengua, y a la brisa que se demora en el cabello, y a las miradas a los ojos, incluso (luz que se enciende) a sus propios ojos.

 

Un círculo que crece, un cerco que se ensancha, intenso, como un sol que se expande antes de morir. Una sábana manchada, una mancha que crece, una estrella que explota con su onda perfecta. En la sábana se dibuja un círculo de sangre (luz que se apaga). Crece como una luna recortada y posada en una mesa recién puesta. Pero, efectivamente, junto a ella hay vida. Una vida que tirita, una vida que respira. La madre ha dado a luz (luz que se enciende). Su forma (transformada) arrulla al portador de un nuevo latido.

 

El hombre traslúcido aún se siente latir, como un corazón tras la cortina. Remueve sus propios cimientos con el coletazo eterno de un siluro. Decide no hacer un repaso de su vida. Su vida está ahí, frente a sus ojos, con los seres que velan su vigilia estremecida: es todo lo que se lleva. Su vida seguirá ahí aún cuando el mundo se haya olvidado de todos ellos. No alcanza a comprenderlo, pero se le antoja una verdad rotunda, firme, geológica. Su vida… La siente aún rebotar contra sus dedos templados, esparcirse hasta sus pies como una delgada lámina de líquido que enflaquece en una bañera con el desagüe abierto. Vuelve a mirar a su nieta, y ya no tiembla. Está convencido de que la luz no se apaga.