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Fernanado Zamanillo, socio de honor de "amigosMAS"

La Asociación amigosMAS ha decidido nombrar como primer Socio de Honor a Fernando Zamanillo. Será el próximo viernes 25 de noviembre…

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Documento de trabajo del MAS que desde mediados de los noventa del siglo XX se desarrolla y actualiza de acuerdo a los nuevos contextos.

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El MAS restaura toda su colección de estampas de Goya

Las 97 estampas propiedad del MAS, pertenecientes a 4 series diferentes, han sido restauradas en los últimos meses.

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Manuel Ángel Castañeda

MANUEL ÁNGEL CASTAÑEDA PÉREZ

(Santander, 1948)

 

Periodista titulado por la Universidad Complutense de Madrid. Maestro titulado en la Escuela de Magisterio de Santander. Fue corresponsal del diario Pueblo y Cinco Días, así como redactor de El Cántabro. En 1967 entró como redactor en El Diario Montañés, haciéndose cargo de la dirección de este periódico en enero de 1979, puesto en el que continúa su labor en la actualidad. 

 

Nictálopes (El cajista)

 

Las palabras tienen vida propia, seguro. Las palabras adquieren formas en la mente y se saborean en la boca como el vino. Las palabras, tan importantes que sin ellas no somos personas, se encadenan y se derivan para crear un juego deslumbrante. El maestro del artificio del verbo ha sido Guillermo Cabrera Infante, aquél infante difunto que muere como niño cuando llega a La Habana para metamorfosearse en adulto; el escritor que se construye un pseudónimo, Caín, con las sílabas iniciales de sus apellidos y además consigue el efecto deseado de crear un concepto de maldito y rebelde, que es capaz de urdir el artificio más espectacular para, desde las palabras, llegar al fondo del alma.

Recorría, hace días, las salas del Museo de Bellas Artes de Santander y desde las paredes me asaltaban imágenes; una me trajo a la mente un vocablo lleno de aristas, curvas y oquedades: ‘El cajista’, una obra de juventud de Antonio Quirós, un retrato pleno de expresividad en el que se percibe el trabajo nocturno del tipógrafo, quizás en los talleres de ‘El Diario Montañés’ o de ‘El Cantábrico’. La palabra que me sugiere ese cuadro, tan luminoso y al mismo tiempo poseído de sombras nocturnas, no es otra que ‘Nictálope’. La mirada del cajista, en escorzo propio de ese estilo marcado con el sello de María Blanchard, sugiere la de un hombre acostumbrado a mirar en la noche, a vivir en las horas en las que el sol se ha ocultado. Tiene los ojos de un nictálope, grandes y abiertos para atesorar esos hilos de luminosidad que se pierden en la noche.

Al consultar el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua encuentro la definición exacta, Nictálope: «Dicho de una persona o de un animal: que ver mejor de noche que de día». Pero las palabras tienen otras resonancias. Nictálope evoca un antílope abrevando en la sabana a la luz de la luna, con las leonas acechando la presa; a un monstruo prehistórico corriendo entre la vegetación exuberante o a un cíclope colérico que amenaza con destruir su entorno. También a ese tipógrafo que se afana ante su chibalete, con el componedor en la mano y la vista fija en los tipos colocando, letra a letra, el titular del día siguiente o el texto de un libro. El cajista es un nictálope sobrevenido, un hombre acostumbrado a trabajar de noche y dormir de día, una persona que ha evolucionado hasta lograr que su vista se adapte a la oscuridad.

Tras la imagen, definida y trazada con seguridad por la mano de Quirós, veo a los cajistas que he conocido en  la platina de ‘El Diario’: viejos sabios de un oficio que estaba a punto de fenecer, hombres curtidos en las letras y en la guerra civil, políticos apasionados que se sentían discípulos de Pablo Iglesias, filólogos de la deconstrucción y sabios de la vida. Eran artistas en la platina, malabaristas de las cajas y los tipos, magos de la síntesis sintáctica, capaces de transmitir emociones en un ‘pie de lámpara’ o en un título ‘en bandera’

Vuelvo al cuadro. Salvador Carretero me explica, con precisión y apasionamiento, las razones de la ubicación de las obras, el contraste provocado, la agitación de la conciencia del espectador. Miro la tela de Quirós y recuerdo al artista, también nictálope, insaciable bebedor de las noches, conversador infatigable, genial en todos sus movimientos. Y comprendo, al recordar mis conversaciones con él, que los artistas son nictálopes o no son, porque el pintor santanderino buscó en las noches de París la estela de su tía María Blanchard y más tarde su propia identidad. Releo a Francisco Umbral, otro ejemplar singular de la especie de los noctívagos, adaptados según Darwin a abrir sus pupilas para aprovechar las tenues luces de los cafés, la iluminación de faroles callejeros, el chispazo de un mechero que en se enciende en la penumbra del pub. En su novela autobiográfica ‘El Giocondo’ –traidora y memorialista– retrata Umbral, a la par que apuñala, a su amigos en las noches del Café Gijón de Madrid, las andanzas de sus padrinos, de sus maestros cuando llegó a la capital siendo un ‘chico de Valladolid’. Relata anécdotas de  escritores, pintores, artistas y poetas. A Antonio Quirós apenas le coloca el antifaz translúcido del pseudónimo de Quindós; y le crucifica. Quirós, de temperamento recio y de rectitud cántabra le respondió, unos meses después de publicada la novela, cuando Umbral se atrevió a regresar al Gijón, con un par de puñetazos y dos calificativos adecuados a la par que malsonantes.

De esa forma el artista cántabro se adelantó años a Pérez Reverte, el novelista académico que, en ‘XL Semanal’, ajustaba las cuentas al niño de Valladolid, a quien “escribe como mea”, al “del plagio entreverado y el picoteo de lo ajeno”.

Quirós pintó ‘El cajista’ cuando tenía 21 años, bajo el impacto de la reciente muerte de María Blanchard. Más tarde, la guerra civil, enrolado en el bando republicano como oficial de artillería, cambió su vida y le envió por el mundo a ver horizontes nuevos y a ensanchar su espíritu creador. En su última etapa Quirós, siempre noctámbulo, hacía tertulia en el Gijón, cenaba en el restaurante italiano de Antonio Gades, a la vuelta de la manzana, y tomaba las últimas copas, cruzando la calle, en el ‘Oliver’ de aquel Madrid precursor de la ‘movida’. Quirós se ve retratado en el cajista, se le percibe en ese rostro de mirada abierta.

En el fondo el artista cántabro, como tantos otros de su época, era un animal nocturno que se inspiraba en la bohemia creadora de una juventud cargada de esperanzas, enfrentada al reto de romper las viejas barreras del arte y alumbrar una nueva estética, una forma políticamente incorrecta de entender la plástica. Tan solo los nictálopes poseen la energía precisa para elevarse sobre la mediocridad y la rutina y alcanzar ese estado de gracia que alumbra a los poetas, los pintores, los novelistas, los músicos y la fauna que siempre se sintió amparada en la noche, que era incapaz de enfrentarse a las huestes de la mañana camino de un trabajo rutinario.

Madrid, la ciudad nacida del desierto y la estepa, es como un deforme nictálope, como lo son otras ciudades capaces de vivir en la oscuridad y alimentarse de sus neones y sus farolas. París, cuando era una fiesta según Hemingway, fue la capital de los nocheriegos, de los noctámbulos que buscaban en los ‘bristos’ la inspiración para cambiar el mundo.

Pero volvamos a las palabras. La imagen que nos transmite Quirós de este cajista, artesano de juntar letras, es potente y permite imaginar los textos que componía cada jornada. Hay que quebrar los tópicos y deshacer los lugares comunes. Nos dicen, los nuevos predicadores de la comunicología, que una imagen vale más que mil palabras, que estamos en un universo en el cual la representación de las ideas se hace en color y en tres dimensiones… pero se olvidan que la modernidad se construyó sobre tres palabras y que esas tres palabras, aun hoy en día, sostienen nuestra civilización; tres vocablos grabados a fuego en el pórtico de la edad contemporánea: Libertad, igualdad, fraternidad. Sobre esos tres conceptos los revolucionarios franceses, hijos de la Enciclopedia, construyeron una sociedad de hombres libres y condujeron a la humanidad a una etapa de prosperidad y dignidad. Millones de imágenes no podrán reducir la importancia de tan sólo tres palabras, porque tras las letras y las sílabas hay ideas, conceptos capaces de cambiar las mentes, que son la fuerza más poderosa del universo.

Palabras hermosas, vocablos grises y anodinos, verbos que resultan contradictorios, adjetivos llenos de carnalidad… todo es posible en torno a la palabra y con ella, como argamasa, se cierran muros, se levantan edificios o se tienden puentes. Góngora experimentaba con el lenguaje hasta extraer de él la esencia misma, alquimia en ocasiones opaca; Lezama Lima, el Gordo Lezama, acosado por el asma en su casa de Trocadero, en Centro Habana, elegía las palabras de forma morosa, con la seguridad de que el tiempo no cuenta y que únicamente la belleza, la extrema potencialidad de la belleza, tiene importancia. El “poeta inmenso” busca en los márgenes del diccionario la piedra que encaje de forma exacta en su composición, en su ‘Paradiso’, sin reparar en otra meta que la perfección de la composición formal. Quirós, desde su atalaya del café Gijón, desde la experiencia del París de posguerra, viaja en busca de esa misma meta: la belleza absoluta, la composición perfecta que fuera capaz de redundar la armonía, de multiplicar el pasmo, de abrir en canal la modernidad. Quirós y Lezama fueron coetáneos (Lezama Lima nace en 1910 y Antonio Quirós en 1912) aunque no se conocieron ni trataron. Posiblemente la fuerza telúrica del santanderino se hubiera compadecido muy mal con la suavidad del poeta habanero.

Los escritores trabajan con las palabras, las utilizan como pinceles para crear esas telas complejas en las que se entremezclan sentimientos, ideas, sensaciones, sospechas, dudas… incluso pintan retratos con conceptos y construyen personajes de la nada para dar vida a sus historias. Los pintores usurpan, en ocasiones, el papel de los escritores y de esa forma con capaces de pintar con pulcra ortografía, de componer figuras con sintaxis exquisita, de utilizar el adjetivo preciso en la paleta de colores, de recrear paisajes en metáfora y de trazar líneas con métrica exacta. Quirós se sirvió de un lenguaje propio, buscó una forma personal de interpretar, una vez superadas sus influencias de juventud, y fue capaz de dotarse de un diccionario sólo válido para él… es más, se rodeó de un mundo de personajes imaginarios que pueblan sus lienzos con un perfil inquietante, sin rostro definido; figuras fantasmales que llevan hasta el alma del espectador una sensación de belleza y desasosiego.

Regreso al cuadro, repaso con la mirada el retrato del cajista. Salta a primera vista la influencia de María Blanchard, tan evidente en la primera época de Quirós. Me llaman la atención dos detalles: El cajista no tiene un componedor en la mano, como debería ser si el retrato se hubiera hecho del natural. Entre los dedos en cambio aparece una resma de papel, quizás una prueba de imprenta. El otro detalle desvía la atención hacia la parte superior derecha de la obra, porque Quirós no pintó el chibalete –elemento central del trabajo del cajista– pero en cambio trazó una puerta abierta y un pasillo al fondo que otorga a la obra una perspectiva singular, una composición que recuerda, de alguna manera, ‘Las Meninas’ de Velázquez. Cuando más contemplo la obra del santanderino más veo la fuerza del nictálope, el poder de esa mirada penetrante que es capaz de capturar la esencia misma de las personas y de las cosas. La figura del protagonista ocupa todo el cuadro, de arriba abajo y deja los dos laterales superiores abiertos para plasmar el pasillo y la escalera, que son los elementos que otorgan profundidad y perspectiva a la composición.

Hago cábalas sobre el destino. ¿Qué hubiera sido de Quirós sin la desgracia de la guerra civil, el destierro, la cárcel por combatir a los nazis en el maquis y sus años de París? ¿De qué manera se hubiera desarrollado su pintura en el Santander soporífero del marco incomparable?. Vuelvo a las vidas paralelas y traigo otra vez a José Lezama Lima ¿Cómo le habría cambiado la vida al ‘poeta inmenso’ si la noche del 31 de diciembre de 1958 el mulato Batista no hubiera decidido abandonar La Habana y dejar la isla en manos de Fidel Castro? ¿Qué poemas habría escrito el siempre elegante Lezama de haber tenido en los últimos años de su vida el reconocimiento merecido del que se vio privado por la miopía y el sectarismo del régimen castrista?. Son preguntas inútiles, pensamientos que a nada conducen. La historia ya no se puede modificar y los cuadros de Quirós están en los museos para asombro de visitantes y los poemas y la prosa del poeta habanero se leen ahora con devoción por sus seguidores, por quienes tengan disposición para desentrañar la espesa maraña que compone Lezama como un  orfebre, palabra a palabra.

Admiro a los artistas que son capaces de conjugar la palabra, el dibujo y el humor; son los autores de viñetas en los diarios o en las revistas. Algunos alcanzan cotas geniales y demuestran que el ingenio, ejercido en libertad, es capaz de emplear de forma simultánea todos los recursos existentes, logrando un mestizaje rico y excitante. Uno de esos brillantes autores capaces de crear cada día una pieza maestra para ofrecerla en las páginas de los periódicos es ‘El Roto’. Sus dibujos recuerdan los personajes de Quirós y son deudos de la España negra que pintó Gutiérrez Solana o, si nos remontamos en la corriente de la historia, del propio Goya. Una de sus viñetas, colocada como si fuera un complemento decorativo entre artículos, editoriales e información ponía en boca del personaje central de dibujo la siguiente frase. “Hemos privatizado los diccionarios. Así que, a partir de ahora, las palabras significarán lo que decidan sus dueños”. Regresamos al predio de la palabra, al lenguaje como elemento base de la persona, como sistema inteligente y perfecto para el progreso.

Poso la vista sobre los cuadros de Quirós, en la obra del santanderino reside la impronta imborrable de la angustia de la guerra, o de las guerras para entender mejor el desconsuelo. Topamos también con la nostalgia del país natal y la rebeldía embridada de quien quiere cambiar el mundo y concluye que la utopía no es posible; todo ello sazonado con la sensibilidad de un hombre atormentado y simultáneamente lúcido y sereno. Posiblemente Quirós buscó en la palabra un camino de expresión y la renuncia a esa senda en favor de la paleta, el dibujo y los colores le produjo un choque del que pronto se recuperó porque comprendió que su alma se proyectaba perfectamente a través de la plástica.

Quirós pintaba con palabras, con palabras mudas -¿es posible esa contradicción?- que se transmutaban en el lienzo hasta conducir el mensaje del autor. Un mensaje pleno y directo capaz de llegar a la mente de quien se asoma a sus pinturas.

 

Esta alucinación pretende ser un paseo con nictálopes, una reflexión sobre las diferentes formas de crear, un homenaje a los viejos tipógrafos que vivían la noche y afrontaban el día con escepticismo. El cajista era un nictálope, como lo fue Quirós, como lo han sido tantos y tantos escritores, pintores y músicos. Nictálopes que hallaban en la noche, en la bohemia de la mitad del siglo XX, un paisaje subyugante, un entorno tierno y agrio un universo propio, alejado de la rutina, de la sórdida realidad circundante. Nictálope también Menéndez Pelayo, el vecino de al lado, lector infatigable en la noche que, en ocasiones, utilizaba la tortilla francesa de la cena para marcar la página de un libro, porque el festín estaba en la lectura.

 El arte es una globosfera habitada por nictálopes, un mundo perdido en el que cotiza la sensibilidad, en el que prima lo creativo sobre lo utilitario, un universo, en suma, diferente, no apto para aquellos que no son capaces de aguzar la vista, cerrado a los inválidos del alma, hermético para los mancos de sensibilidad, o los ciegos de la estética.

Este Museo de Bellas de Artes de Santander es hogar idóneo para nictálopes, un refugio de belleza en el páramo del diseño, un oasis de creatividad en el desierto de lo mecánico y lo predecible. Pido a Salvador Carretero que, cual monjita solidaria, declare este museo Hogar del Nictálope Transeúnte. Que haga votos por abrir los ojos para ver lo que se esconde, para entender los mensajes que los artistas introducen en las botellas que dejan vacías y lanzan a la mar de la creación. Que este museo, proa de nictálopes, no se rinda ante lo obvio, desprecie lo políticamente correcto y permanezca fiel, como ahora, al compromiso con los retos que afrontaron los creadores que cuelgan sus obras en estas paredes. ¡Que así sea!.

 

Santander 28 de noviembre de 2005