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Fernanado Zamanillo, socio de honor de "amigosMAS"

La Asociación amigosMAS ha decidido nombrar como primer Socio de Honor a Fernando Zamanillo. Será el próximo viernes 25 de noviembre…

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Documento de trabajo del MAS que desde mediados de los noventa del siglo XX se desarrolla y actualiza de acuerdo a los nuevos contextos.

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El MAS restaura toda su colección de estampas de Goya

Las 97 estampas propiedad del MAS, pertenecientes a 4 series diferentes, han sido restauradas en los últimos meses.

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Regino Mateo

REGINO MATEO

(Santander, 1965)

 

Poeta y escritor. Dirigió la revista Espacio Único y la colección de libros El gato de Cheshire. Ganador de los premios poéticos más importantes convocados en Cantabria, ha publicado los libros Cuerpo Presente (Universidad de Cantabria, 1992), Del viento y su queja (La Sirena del Pisueña, 1995) y Noticia de un pequeño reino afortunado (Algaida, 2000).

 

Sinestesias  

(A propósito del DESNUDO de Francisco Iturrino en el Museo de Bellas Artes de Santander)

 

Regresar al museo que una vez descubrimos con los ojos preparados para la sorpresa es dejarse arrastras por las pisadas casi expertas que ya conocen su rumbo, se dejan atrapar por la magnética llamada de aquellos espacios que dejaron su sombra bien trazada entre los espacios calizos de nuestra memoria. Fue durante la infancia, una tarde cualquiera, huyendo de la lluvia o perpetuando la familiar tradición de amor a la cultura. Una tarde en un caseretón oscuro en el que a lo largo del pasillo amanecían de pronto algunos cuadros, los que ya entonces le daban una luz especial a esa primera visita. Pudieron ser los ámbitos cercanos, los espacios y paisajes campurrianos, tan conocidos, aquí reconocidos, de Casimiro Sainz (tantos años jugados a los pies de su estatua en el reinosano Parque de Cupido) o Manuel Salces, los jugosos verdes o los cielos insólitos entre el gris y el lavanda de esta Cantabria tantas veces peregrinada. Seguro que el tiempo se detuvo ante los cuadros de Flavio San Román y de Gerardo de Alvear, profesores ambos que fueron de mi Tía Chavita, probable cicerone de aquella primera visita al Bellas Artes de Santander, dejando gotear en cada cuadro su pasión un tanto naïf por la pintura.

 

Pero sé que quedó de aquella tarde un cierto aroma oscuro. Tenía el museo entonces un cierto sabor vetusto, acorde con el de la ciudad que lo abriga y que fue dando forma a su colección a lo largo de los años. Muchos paisajes, muchos. Paletas frías en lienzos religiosos o inquietantes, alguno de los cuales, La peste en Milán, pasó a ingresar la nómina de mis pesadillas infantiles. Rostros brutales, heridos, lastimados por la furia del tiempo y la miseria.

 

Y entre tanta sombra un repentino fogonazo de impúdicos colores.

  

Hoy Santander se ha despertado triste. Con ese cielo de otoños infinitos, de grises cenicientos a punto de desplomarse sobre nuestras cabezas. Con ese cielo tan duro para el alma, con ese cielo del Septentrión/Melancolía bajo el que desnudar a una mujer, a un muchacho, más parece tarea de sastre o cirujano. Un día para el Desnudo de Ricardo Bernardo, ese que fue hace unas semanas penetrado por la mirada abrumadora de Carlos Alcorta, en el que una mujer languidece sosteniendo una cántara junto a un escueto ventanuco, diluida en la irrealidad de unas formas geométricas, unos colores apaciguados, una habitación de paisajes imposibles.

 

Un mal día, paradójicamente perfecto, para desnudar el espíritu del descaro, la indomable alegría, el luminoso espacio del Desnudo de Francisco Iturrino que aquí nos acompaña. Un desnudo que a partir del primitivo fogonazo que antes mencionaba siempre ha ejercido sobre mí el efecto de un imán poderoso, una atracción fatal, la estación obligada en toda visita a las salas del Museo. Un desnudo provocador, escandaloso, excesivo, tan sensual, tan lleno de convocatorias al goce primordial de los sentidos, que no he podido evitar asociarlo a la figura de la sinestesia cada vez que pensaba en esta mujer tendida, ofrecida sobre dos mantones de Manila, con el sexo abierto, la sonrisa pícara y la tez incendiada.

 

Hace referencia la Real Academia de la Lengua al definir la sinestesia a la unión de dos imágenes o sensaciones procedentes de diferentes ámbitos sensoriales. Y así el proceso de contemplar, de dejarse arrebatar por la modelo y los trazos magistrales y sueltos de quien decidió un día salvar esta carne del estrago del tiempo tratará de transformarse a lo largo de esta intervención en un pequeño viaje al país de las sensaciones.

 

La mirada reposa sobre el cuadro. Una mujer se muestra sobre un diván, separando por el marcado escorzo de su silueta dos ámbitos textiles y cromáticos. La tradición vincularía este desnudo a la fresca belleza de alguna de las Venus de Tiziano, a la serena carnalidad de la Maja desnuda de Goya, a la frescura escandalosa de la Olympia de Manet, que un día escandalizara la beatería moral y académica de nuestros vecinos franceses. Pero aquí la mujer más parece un cuchillo, un firme trazo diagonal cuya función es partir el cuadro entre el cielo y el infierno, entre los dulces tonos apastelados del tejido que ocupa el respaldo y los rojizos, ocres y anaranjados que sostienen el cuerpo de  la modelo. En medio una mujer, probablemente una prostituta, de rostro rubicundo, con la mirada insolente y una sonrisa marcada que contrasta con la extraña definición colorística de su carne. Blanca, supongo que a la moda de la época, como un crisol que recoge y tamiza las luces procedentes del resto de la pintura y se torna violácea, azulada, diría que enfermiza. Trazada alrededor de cinco puntos que de inmediato atraen la mirada, los rotundos pezones encarnados, el descuido de un par de ligas rojas y, sobre todo, ese punto de fuga que obliga al bienpensante a contemplar el lugar del pecado. Porque no hay manera de estar frente al Desnudo y evitar que se acerquen nuestros ojos a esa vagina abierta, apenas velada por una ligera sombra o rastro de vello, de tonos asombrosa y arbitrariamente azulados que nos obligan a recordar los versos feroces de Isla Correyero:

 

            "Mi coño es negro como carbón evaporado.

Pero se vuelve azul

a la luz de la tele y de la luna".  

 

            Podríamos hablar de una paleta cálida. De un cuadro luminoso que despierta el calor, que despierta nuestros cuerpos y contamina su dulce placidez con el festivo abrigo de un cabaret bohemio. Sería tal vez demasiado fácil. Porque al interrogar con este cuadro al sentido del tacto, a la piel que abierta en poros explora humedades y temperaturas, la respuesta es el frío. Nunca he sabido bien por qué este cuadro, el de la vida alegre, el de las fiestas prometidas de la carne, me deja un poco triste. Supongo que imagino un lugar húmedo, una atmósfera densa y recargada, esa melancolía eterna de una mujer que busca con el cuerpo su sustento. Como antes apuntaba, me sorprenden los dientes luminosos, la boca estricta de carmín y deseo, el color en el rostro de calor o de fiebre, pero mucho más las macilentas manchas de los senos, los apuntes azules y violetas que apagan la frescura de esta mujer abierta. Los dedos así resbalarían sobre una carne fofa y resignada, sobre una piel ausente a la que sólo enciende lo accesorio: el maquillaje, el diván, las ligas rojas.

 

            Es posible imaginar una voz y una música. Acercar el oído para escuchar el cuadro. Viajar hasta el celuloide para escuchar el bronco acento de la Dietrich pronunciando en Testigo de cargo esa broma genial del "¿Quieres darme un beso, encanto?" con la voz ronca y vacía de misterio. Las sombras de una vida de polvo y aguardiente, mejor tal vez de absenta, en la voz apagada que a ritmo de Ute Lemper desnuda los misterios de los quartiers canallas. Seductora, pues, la voz, a la manera de la de las mujeres que conocen el lado oscuro del corazón y el cuerpo. Y que clavan sus verbos en el lugar preciso.

            Pero también la música del fondo. Estamos en París, de místico Satie o desenfrenada opereta en la pianola, pero no importa. Porque este cuadro nos habla de un desnudo deslocalizado. De puerto y bandoneón, de milonga triste y tango en Buenos Aires; de agitanada copla en las oscuras callejas madrileñas; de la acidez de Weill y Brecht en el confuso mundo del Kabarett berlinés que hablaba de la feliz república de la libertad y el humor y el amor antes de que los nazis lo velaran con el oscuro telón de la indecencia.

 

 

            ¿Podéis oler el polvo? De alguna manera, el horror vacui del cuadro infecta el aire. Nos habla de un espacio cerrado, de un cuartucho donde el pintor y la modelo respiran esas minúsculas partículas en suspensión entre la luz escasa. La mujer huele a sudor, a la punzante química de un maquillaje exagerado y barato, a una colonia áspera que intenta ser ligera y seductora, a un jabón grasiento con el que disfrazar la insistencia del cuerpo por hacerse presente, la suciedad de la ropa gastada. Esa humedad oscura que se aferra a los descoloridos mantones.

 

            ¿Podéis acariciarla con la lengua, despacio, a esta mujer de formas entregadas? Ha de saber amarga, a sexo, a cuerpo usado. A tristeza infinita, a alcohol tal vez su boca cuando los besos buscan su sonrisa. Y sin embargo …

 

 

          … no es posible dejarse vencer ante toda la luz de esta pintura. En esta ciudad opaca de olor dulzón a incienso, bajos estos cielos tristes que nos han hecho huraños, reservados, en estos raros tiempos de moralina y tedio, sus pinceladas libres, las sabias manchas de color que rompen las texturas previstas, la entregada lascivia de un cuerpo nada clásico, la rotunda alegría del conjunto nos llama al optimismo. La libertad del cuerpo, la libertad del arte, la libertad del sueño se conciertan aquí para invitarnos a un largo y descarado carpe diem.